25.9.10

A Jordi. 
En agradecimiento al apoyo y corrección del texto. 
Al trabajo y esfuerzo del día a día por todos y por el arte. 
A las sonrisas y fotografías improvisadas. 
Gracias.

¡Que no se te escape esa flor que vuela!

Un día me llegó a casa una carta de Nevada. Se dirigía a alguien que tenía mis mismas siglas, o bien era eso o cuestión de mucha casualidad. Se me hizo raro, dudé por unos instantes. Yo vivo en Maine, Augusta, la capital, y tengo muy claro que no conozco a nadie que pase del estado de Wisconsin, ¡es más!, no tengo amigos ni en Carolina del Norte. Es cierto que viajé a Arizona una vez, pero fue hace tanto… en Water Street aún se podían ver esos edificios rojos y a las señoras bien, con sombrilla, como en el cuadro del 86 de Monet. El asunto es que la abrí y decía lo siguiente:

Buenos días (ya supuso que la leería por la mañana, a primera hora, con el café y las tostadas), señor Isaac. 

Le envío esta carta para darle mi más sentido pésame por la reciente pérdida de su mujer. Me gustaría agradecerle todos estos años de amistad y comprensión de la forma más útil y servicial que puedo: le devuelvo sus recuerdos. Le será reenviado todo su correo y trabajaré en la búsqueda y recuperación de los objetos personales de gran valor sentimental que olvidó durante su estancia en el palacete de verano de doña Mariet, especialmente su colección de mariposas. Podrá ir a recogerlo a Weston St con Chapel St,  en el buzón de siempre. Una vez realice esta acción lamento comunicarle que no seguiremos en contacto, por su bien, no deseo causarle más problemas. Muchas gracias por todo su tiempo y un gran abrazo.

Posdata: Lamento decirle que releí su escrito cada noche y que, sí, he tardado en responder. Ahora nos toca, por separado, emprender el vuelo a un nuevo prado.

Firmado: C. B. F.

Me quedé de piedra. Esa información no me pertenecía, ni conocía de nada al hombre que la enviaba ni el motivo ni qué pasaría más tarde. No sólo no era para mí, sino que además había alguien en algún lugar a quien se le conocía como J. I. S. (casualmente también apellidado Isaac) que se había perdido esas palabras y posiblemente todo lo demás que, se suponía, iban a enviar. ¿Mariposas? Me extrañó. 

Fui a desayunar, a ver si así podía tapar un poquito el vacío que arrastraba mi cuerpo. Era un buen día, el sol aplastaba con su luz el mundo, los pájaros correteaban de árbol en árbol, los niños iban en bici; todo perfecto, como siempre, menos por aquel mensaje. El resto de la jornada lo invertí en hacer tareas y encargos, como cada sábado, limpiando un poco la casa, el porche… bueno, ya sabes, lo que se hace en festivo. Pero la diferencia es que no podía apartar la voz del desconocido sellada con tinta en aquel papel blanco de mi mente. Al final… llegó la noche que fue avanzando entre sábanas y ronquidos.

Amaneció temprano y para empezar la mañana con energía desayuné dos huevos fritos y un trozo de bacón, junto con mi café de siempre (supongo que estas manías las cogí en algún momento de los ingleses y la fuerte herencia que dejaron en este lugar). Salí a pasear a sabiendas que habría poca gente en las calles, el 82% de la población es cristiana y como buenos creyentes acuden los domingos a misa. A mí, la verdad, ni me va ni me viene, pero creo que es favorable para la contaminación acústica del lugar.

Vivo en el 24 de Cushman St, en una casita blanca con una bonita bandera americana en la fachada (no soy patriota, pero mi mujer sí, y como le gusta verla ondear…), cerca del Pizza Hut de Western Avenue (por cierto, se cena de maravilla). El tema es que si bajas la avenida, próximo al final, se cruza una calle llamada Chapel St y me dediqué a recorrerla hasta el cruce con Weston St, quería ver si de verdad había un buzón y contenía algo para Isaac. Mi sorpresa fue llegar y ver una especie de caja metálica de color azul, un poco oxidada por ambos lados pero que aún así brillaba con intensidad frente al sol veraniego. En la parte frontal unas letras blancas susurraban: «The mailbox of the secrets and the memories that went away» (El buzón de los secretos y los recuerdos que se fueron). Quedé perplejo en ver todo aquello. ¿Cuánto llevaba esa cosa ahí? Tenía una gran obertura en la parte de arriba, estaba oscuro, pero deseaba saber si encontraría algo. Introduje la mano con miedo, como si fueran las fauces de un canino y, para mi asombro, no hallé nada. El suelo de aquel cubo deforme era frío y tenía como una arenilla encima de él…

Un flash llenó mi mente. De repente me encontraba en la playa, veinte años más joven y doce quilos más delgado. Fumaba un cigarro de la marca Chesterfield, tenía gente por todos lados y, tras de mí, una chica hermosa con media melena rubia me sonreía. Estaba sin duda en los años ochenta. The Pretenders deberían estar sonando en alguna discoteca cercana. 
Volví en mí en pocos segundos, continuaba frente al buzón y con la palma de la mano enmugrecida. Atontado, regresé a casa. Las semanas fueron transcurriendo hasta que otra casualidad (quizá no muy anhelada) me dejó en el mismo sitio donde me abstraje por última vez. El cuadrúpedo herrumbroso parecía mirarme con ganas y yo a él: los sobres blancos lo colmaban, y como la baba de un bebé, algunos caían al suelo y lo envolvían. Mi pie topó con uno, me agaché y le eché un vistazo: «Para C. B. F.». Era todo lo que se podía leer. Detrás, el remite, contenía hasta mi último dato. No reconocí la caligrafía, hacía mucho que no escribía nada, pero no la recordaba tan limpia. Otra misiva me llamó la atención, parecía un pájaro con ganas de echar a volar; la detuve. «Al señor C. B. F.» Y mis identificativos. Todas eran casi iguales. «A C. B. F.», «C. B. F.», «Para usted, C. B. F.»… Excepto una: «A mi gran amigo, Christopher». 

Un escalofrío y unos tics un poco nerviosos ahogaron mi piel. Las cogí todas y gracias a que tenía el coche al lado, las escondí conmigo hasta casa. Algo me decía que debía hacerlo.

En varios viajes logré descargarlas del vehículo. Coloqué el montón encima de la mesita del comedor, habría suficiente luz y mis ganas colmaban el vaso. La afortunada era un sobre más pequeño de lo normal y un tanto amarillento que decía: 

Hola, C.

No he tenido tiempo de bajar a la tienda de Antón y comprarte los sellos que me pediste, eso sí, está en mi lista de cosas por hacer, confía en mí. Los días son cortos en esta parte de la ciudad. Tengo muchas ganas de ver a John, ¿crees que habrá conseguido cazar alguna mariposa en ese campamento? A veces siento que se hace mayor muy rápido y yo no lo puedo seguir. Te escribiré pronto.

Un saludo, J.

Antón, Antón… ese nombre me era familiar. De nuevo, una ilusión cegó mi cabeza. Una tienda de madera, con olor a bohemio parisino, llena de libros y pequeños utensilios. Con juguetes para los críos y en otro estante, pipas para los abuelos. Alguien me miraba a la otra banda del mostrador, pero yo estaba tan embobado con los sellos de detrás la vitrina que no podía levantar la cabeza.

Tras el eclipse me fijé en que en unas cuantas había faltas ortográficas y se tuteaba al destinatario; por el contrario, otras mostraban mucho respeto y parecían dirigidas a un extraño. Había cartas donde se narraban las aventuras del primer amor, otra explicaba las fechorías de un veinteañero, otra los buenos resultados obtenidos en la diplomatura, otra hablaba sobre coches, otra sobre las navidades y la nostalgia de la niñez, otra sobre la distancia, otra sobre el olvido, otra sobre la muerte, otra sobre las vacaciones en el ya nombrado palacete de doña Mariet, otra sobre una buena dieta y como cocinar, otra sobre los hijos y otra, la que me llamó más la atención, sobre mariposas.

Era el sobre dispar: «A mi gran amigo, Christopher». Estaba escrito con mucho cuidado y con tinta negra, con experiencia. Al abrirla percibí la armonía del texto, muchas letras se acababan retorciendo en forma de espiral; era letra de mujer.

Querido Christopher:

Siento que los huesos se me amontonan en los pies y no puedo caminar. Después del accidente en Virginia no tengo las cosas claras. No dejo de ir al médico y de tomar pastillas con sabores amargos; la verdad, todo ha perdido el gusto. No recuerdo nada con claridad y según dicen, si no lo hago pronto, quizá no lo haré jamás: tengo principios de alzhéimer debido a trastornos neuronales. Por ello puede ser que lo último que te escribiera no tuviera coherencia o fuéramos unos desconocidos. Lorraine se ha ido. Mady ahora cuida de mí. Tendrías que verla, es toda una mujer.
Anoche soñé con mariposas. Eran todas amarillas, se parecían a las que trajo John en el verano del setenta y seis. Desde pequeño me fascinan esos bichos. Era lo único que hacíamos juntos, ya lo sabes, luego todo cambió. Se hizo mayor y huyó a Berlín para no saber nada más de nosotros, para no saber nada más de él. Así, de repente, de la noche a la mañana se convirtió en un extraño. Quizá le gustaba más el humo industrial, aunque no me lo creo. Madre siempre dijo que era diferente y que por eso hacía esas cosas distintas al resto. Pero era mi hermano, tú lo sabes. Siempre llevo la foto de mi enésimo cumpleaños en la que salimos los tres, yo estoy cogiendo el marco con la Lycorea cleobaea disecada que me regalasteis. Todos sonreímos mucho, como de costumbre. A veces, en el prado donde solíamos ir a atraparlas y jugar con ellas, entre las plantas había alguna Phoebis argante, tenías la costumbre de gritar: «¡Que no se te escape esa flor que vuela!». He estado loco. Me di cuenta cuando os mudasteis tú y tu familia, y de eso hace tanto... Sólo te pido que no leas mucho estas letras y que, si lo haces, tardes demasiado en escribir. Ahora no soy el soñador que era.

Un abrazo amigo y hasta siempre.
Joseph Isaac Stevenson

El papel tenía algunas ondulaciones tal cual lo hubieran dejado solo bajo una fina lluvia, indefenso. El pulso me temblaba y mi boca no se estaba quieta. Recuerdo perfectamente que llegó un rato más tarde, la puerta se cerró como si hubiera entrado alguien de casa ¿nunca te has parado a escuchar la diferencia? Suena cálido. Jackson me encontró en el sofá igual que diez minutos antes. Dejó las llaves encima de la mesa de la entrada mientras iba de aquí para allá.

—¡Eh, Papá! ¿Qué tal estás? Al final fuimos a Florida, nos quedamos en Neptune Beach. Suerte que condujo Rally, ¡un día entero en el Ford de su padre! Parecíamos pollos… me he dejado la camiseta de los Kansas en el asiento de atrás. ¿Ha llamado? 

Le dio al botón del contestador: «No tiene ningún mensaje nuevo».

—Mañana si quieres podemos ir a ponerle flores a mamá y luego a comprar algo de cerveza, ¿no tienes visita al doctor Marbury, no? —se quedó en silencio esperando alguna respuesta—. Bueno, quizá es mejor que llame a Ginna y damos una vuelta, si lo prefieres. La verdad, aún quedan algunas latas del final de la Super Bowl, se pueden aprovechar —cerró la nevera y entró de nuevo al salón.

Cogí aire de igual modo que me fuera a sumergir y me levanté de golpe. Le miré a la cara. 

—Sí, sí, llama a Ginna.  También puedo avisar a los Austen o a Willy y cenamos juntos.

El chico se quedó más tranquilo, como si al final de lloriquear un rato por una caída su madre le hubiera dado un beso y le dijera dulcemente que no era nada. 

—¿Y todas esas cartas? ¿En cuatro días que he estado fuera te han surgido tantas pretendientas? —añadió riéndose.

No, no, hombre. Son para guardar, al trastero, ahora las subiré.

—De acuerdo. ¿Hacemos algo para comer?

—Claro.

—Sí, vamos —sonrió. Jack siempre sonríe.

Había cajas de cartón en el desván por la última mudanza. Ahora son cajas viejas con cartas viejas de un viejo que no quiere recordar los años jóvenes. Están selladas con cinta aislante. Esta mañana las he visto y las quería abrir, no sabía que contenían. Por suerte, antes he leído las letras a rotulador: «¡Que no se te escape esa flor que vuela!». Por miedo (quizá) a ahuyentarla o que se fugara, ni las he tocado. Por miedo a vivir con ese peso, ni las he tocado. Hoy he vuelto a imaginarme a Cristopher Boulerie Flaubert, ahora ya, un desconocido.

La Lycorea cleobaea habita en claros y senderos dentro del bosque. Deposita sus huevos en el envés de las hojas y los deja solos. El ala anterior es de color negro con franjas anaranjadas y amarillas, la posterior, anaranjada con un anillo ancho de color negro en el área discal. Tiene un área marginal de color negro con una hilera de puntos de color blanco. Reside en tierras bajas del Caribe, Pacífico Central y Península de Osa. Es, simplemente, preciosa.

3 comentarios :

  1. k historia tan corta
    no me ha hecho falta leerla otra vez
    kieres poner a prueva a la gente a ver si se la lee de un tiron o k? k malvada
    asi k mentesanorexicas@hotmail.com, mmmm.. k raro.

    lo k no comprendo es el titulo como deberas imaginar, nose si esk va aparte o k te pasa por la cabeza.

    bueno si kerias restregarme por la cara dos veces k tienes un peazo cuento inigualablemente el mejor de todos y necesariamente necesario de leer...

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  2. uou, mientras lo leía quería que siguiera y siguiera, te ha debido costar tu tiempo eeh! jeje, me ha gustado la expresión "Amaneció temprano", muy ingeniosa.
    Es como... una novela resumida en una página, con su correspondiente sorpresa progresiva, empiezas pensando una cosa y te llevas un desengaño, mola jaja

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  3. no son valientes, solo has comentado tu, no lo son... vivo rodeado de.. gente no valiente?, como el 82 por ciento de poblacion k va a misa. No son valientes, pork se refujian en dios (y lo pongo en minuscula) y lo mas gracioso y magico esk no existe, asi k pork no te inventaste tu, alguien en k la gente se refugie, pero alguien como yo k se.. king kong, alguien mas extravagante, asi por lo menos tiene mas gracia la cosa.

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