25.9.10

Este año sigue estando de moda el optimismo, es la tendencia más llamativa en las pasarelas de…

¿Te creerías si te dijera que una vez vi cómo una hormiga, obrera por supuesto -pero sin casco-, tenía tanta fuerza que logró levantar un pingüino y arrastrarlo hasta la costa para que él se fuera nadando a Madagascar?
Aquí la arena quema más mis pies. Siempre me ha molestado que la gente adore el “susurro” -porque para mí poco tiene de ello, más bien es algo así como un estruendo repetitivo- del mar. El sol arde en mi espalda. No hay mucho ruido, se me hace extraño. El aire que corre -o mejor dicho, que anda- es la única muestra de que aún sigo en la tierra y no en Marte. Mi toalla es azul. Me gusta el color azul. Quizá por eso he venido hoy aquí. No para ver mi toalla, no, eso está claro, sino para otear el gran azul que nos rodea. Tengo los ojos oscuros pero a pesar de ello noto como los rayos abrasan mis pupilas y me ciegan cada vez más. Me toco el pelo y parece que entre ondulación y rizo mi dedo quede atrapado e inmóvil. Hace mucho calor. Estoy aquí, como hace veinte minutos, mirando al horizonte por si a caso veo algún pingüino fugitivo o alguna hormiga, esta última más improbable. Me da la sensación de que la polaroid se va a deshacer y que la tinta de mis fotos se fundirá y recorrerá, resbalándose, el papel. La última que he echado es de Marina. Es un retrato muy raro: se ve el agua, la espuma con su sal diluida, y el cielo -casi se confunden-. También hay arena -o estrellas diminutas, según cómo se mire- y en el ángulo derecho están sus brazos, su piel blanca pintada a matices; su pelo castaño y largo que vuela con el viento; uno de sus ojos de color heno y media sonrisa, sólo media, ya tengo suficiente.
Me ha parecido ver algo, sí, se dibuja entre la espesura del agua. Mis piernas corren y yo las sigo, esta vez no lo perderé de vista. Alguien grita. Salto. No he cogido aire, no creo que lo necesite. Huye de mí, está ganando distancia. Se sumerge en las profundidades y yo lo persigo. Mi cabeza va a estallar y luego, mi mandíbula, quedará desencajada. Siento las primeras convulsiones en el pecho. Aprieto los labios. Paso rozando el suelo, no sé a qué profundidad estoy, sólo que las algas son suaves y me adormezco con sus caricias. Mis brazos son torpes y no me desplazo. No lo veo. No está. Se ha evaporado o quizá escondido en alguna roca. Quiero salir a la superficie tan rápido como las burbujas que se fugan rompiendo mi tráquea. Chillan mis oídos sordos. Mis piernas se marean y se enredan. Lo había visto bajar y ahora…

Lo ha hecho cada semana -cada sábado para ser más exactos- desde que lo conozco. Doce años, al principio éramos sólo unos críos. Lo ve, lo persigue, se lanza al agua y se esfuma, como una ilusión. Sale. Siempre sale. Tose durante unas horas, los primeros minutos son mortales. Escupe agua, se marea, está pálido y es incapaz de mantener abiertos los ojos. Viene aquí porque sabe que no hay socorristas, ni control, ni nada de nada. Es la playa más pequeña, es su playa. Acaba con una frase: “Marina, estaba, esta vez sí. He estado a punto, créeme”. Tiene demasiados remordimientos en su cabeza, los fantasmas de historias y novelas que nunca se editaron, de su sentimiento de soledad. Por eso a veces, algunas noches bien oscuras, decía: “Eres el título de la única obra que no necesito escribir, mi vida”. Pero yo sé que no me quiere, él no quiere a nadie. Soy la chica de pelo azabache que estalla como un vaso roto y se le derrumban las piernas cuando sale corriendo hacia el agua. Es inevitable. Es así y, lo peor, yo también, pero a mi manera. La verdad, no creo que un pingüino pinte mucho en Madagascar, y si me preguntas por si me lo creo. No. No me lo creería.

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