25.9.10

Eres tan apetecible

Sus ojos sedientos me miran a través de la ventana del vagón. Suerte que no puede entrar. Afuera lo atraviesan balas de agua. El sol está agujereado. El viento desordena agresivamente su pelo que le corta la piel al chocar contra ella. Atrás la estación reposa serena. Oigo voces graves y agudas. El gentío aplasta con su peso sobre los asientos y el conductor no arranca. Deseo que salga vapor de las fauces de este dragón que tiene el estómago en llamas. Acerca su rostro al cristal y este me parece demasiado vulnerable. Pega sus manos como sellos y lo aporrea. La gente se estremece pero luego continúan leyendo el periódico o cortejando a la dama contigua. Chilla mi nombre. Él chilla mi nombre lo más fuerte que puede sin parar de aporrear con sus puños de acero incansables. Tiene los orificios nasales dilatados y la cara chorreando. Su traje negro parece aún más negro. Me tiemblan las manos aunque intente evitarlo escondiéndolas entre las piernas. Mis ojos, al igual que mi vista, se tambalean. Noto un sudor frío y amargo que recorre mi cabeza y cuello. La respiración se confunde con cada latido. No estoy aquí, no sé donde estoy. Me es imposible apartar la mirada de esas pupilas que parecen ensancharse más y más, de esas rojas escleróticas, de esos labios de asesino romántico. Empieza a granizar, como si bajo la bóveda del cielo millones de soldados iniciaran una guerra civil. Rebotan en su cabeza de acero los proyectiles. Se para. Como una estatua que congela el movimiento de un emperador oriental de siglos remotos. Y es cuando, aunque no sea creyente, rezo. Desaparece, se esfuma como el vapor de una taza de café recién hecho, como esa sonrisa del sábado en llegar el lunes, como los años locos de la adolescencia. Sigo mirando porque estoy anclada en esos últimos diez minutos eternos. Sigo mirando porque no puedo hacer otra cosa. Ahora soy yo quien está rígida. Podrían apalearme y resultaría piedra que se fragmenta. El reloj de la estación señala que es en punto y el tren se arrastra bajo el martilleo que funde la madera de las paredes. La puerta estalla de una patada y yo, que estoy en el primer asiento, recibo la bienvenida de las astillas. Una bola de fuego se abalanza sobre mí. Mi corazón se esguinza en un bombeo agónico. Coge mi pelo e intenta arrancarlo a la vez que da puñetazos sin sentido, no deja ni un segundo de desgañitarse el cuello con mi nombre; está frío, helado. Soy una pantalla de televisión, todos continúan hablando como si no pasara nada. Estoy en el suelo con la cabeza pegada a la pared y siento que recorre mi cuerpo con sus botas. Desde aquí parece aún más blanco y su pelo, pelirrojo. He olvidado cómo se lloraba. Tengo la boca llena de sangre viscosa, me he mordido la lengua varias veces. Me levanta de la misma manera en que se coge jabón en la bañera y se juega con él. Estruja mis brazos entre sus manos, a pesar de todo son suaves, y me aplasta contra la ventanilla, poniéndome a su altura. Indaga en mi mirada que no mira. Odia. Odia por cada músculo. Siento como la adrenalina transita sus yugulares. Se acerca. Espero los estallidos. Me besa la mejilla, es suave, dulce; cálido. Cual metralleta descarga sobre mí la munición. Me doy cuenta de que me deshago por los poros y fluyo de dentro a fuera. Es entonces cuando, entre el susurro de los carriles, caigo y noto la oscuridad en mi sien.

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